Miguel Martínez Barradas
Quizás Platón es el primer pensador de Occidente que formuló una teoría de la inmortalidad del alma. La importancia de su “sistema de trascendencia”, por llamarlo de alguna manera, estriba en que sistematizó y adaptó al imaginario griego ideas que fueron importadas de Asia central y del norte de África. Su visión del alma no es la de Pitágoras ni la de Homero, quienes pensaron que al morir el cuerpo su alma descendía al Hades, en donde permanecía eternamente, visión que es muy cercana a la del cristianismo. La teoría de Platón es notablemente más compleja, pues además de considerar a la dimensión eterna como el plano ideal de existencia del alma, antes de gozar del espacio sin límites toda alma debe de purificarse. El alma platónica posee una división tripartita: donde lo irascible y concupiscible le corresponden al cuerpo, mientras que lo racional, a Dios. Durante su existencia material el alma debe de purificar sus dimensiones corporales si quiere gozar de la inmaterialidad racional eterna.
Los postulados posteriores a Platón en torno a la inmortalidad del alma fueron eminentemente cristianos. Desde la Edad Media y hasta el siglo XVIII el alma se dividía entre dolorosas estancias en el infierno y deslumbrantes riquezas en el paraíso mientras el Artífice Supremo disponía todo para el Juicio Final. A diferencia del platonismo, las almas cristianas sólo tenían una existencia corporal para enmendarse del pecado y su división tripartita fue anulada y reducida a una sola: la del temor de Dios. Con la llegada del siglo XIX podría afirmarse, quizás, que inició en Occidente el tercer gran periodo de la historia de la inmortalidad del alma. Las nuevas ideas no sólo renunciaron a la visión cristiana y aún a la positivista (la ciencia fue tan decepcionante como la religión), sino que también a la del platonismo para situarse, nuevamente, en los posibles orígenes del pensamiento espiritual: Oriente.
Estamos en septiembre de 1843, Victor Hugo, exiliado en la isla de Jersey, se pasea por las costas respirando el puro aire matinal. El clima es ideal para el ejercicio de la lectura y de la escritura. Hugo se dirige a una terraza bajo la que las olas del mar se rompen y a la que la neblina dulcemente acaricia, como una alegoría palpable de lo sublime decimonónico. Hugo frente al mar, sentado y con una taza en la mano hojea el periódico. Sus ojos van rápidamente de izquierda a derecha entre los titulares de la insignificante vida pública hasta que violentamente se detienen ensanchando sus pupilas que se quedan fijas en unas negras letras que dicen “En trágico accidente fallece hija de Victor Hugo”. La taza rompe en el suelo, la ola se desbarata contra la roca, la neblina se disipa en el aire, y del cuerpo de Leopoldine, hija del escritor, no quedan más que recuerdos.
Si Hugo ya se encontraba exiliado por la persecución política, con la muerte de su hija quedaría aislado del mundo. Durante los años que estuvo en Jersey escribió mucho, pero publicó casi nada. Pasaba los días en la misma casa que su esposa y sus hijos, en veces iba a visitar a su amante, pero se sentía solo; y es que la soledad es quizás la condición natural del ser humano. Delphine de Gerardin llegó a la casa de Hugo sin avisar un día. Era su amiga y amiga de otros intelectuales franceses de primer orden. A Delphine la caracterizaba su elocuencia, pero en esta visita no venía a hablar con los vivos, sino con los muertos. De Gerardin era, entre muchas otras cosas, una médium y si bien Hugo fue un escéptico del espiritismo al inicio, lo cierto es que bastó un sólo contacto con el más allá para quedar convencido de su veracidad.
En torno a una mesa se sentaron Hugo, su familia y Delphine, la noche avanzaba sin noticia hasta que el mueble sobre el que posaban sus manos se azotó y la médium inició el trance. Hugo preguntaba y el espíritu respondía: –¿Eres un espíritu?, –Sí, –¿Cómo te llamas? –Niña muerta, –¿Vienes a lastimarnos? –No, –¿Qué nos traes?, –Amor, –¿Nos conocemos?, – Sí, ¿Cuál fue tu nombre?, –Leopoldine. Los ojos de Hugo parecían desorbitados, de entre todos los espíritus fue el de su hija muerta en un naufragio el que lo visitó. A partir de esa noche y durante algunos años más, Hugo se entregaría a las sesiones espiritistas dejándolas registradas en sus diarios, llamados también “Conversaciones con la eternidad”, y del que se desprenden ideas como ésta: «Dios es infinito, y lo que es infinito no puede conocerse. La muerte te asombrará. La muerte siempre es asombrosa. Cuando surgió de la tumba, Moisés exclamó: “¡Qué encantador es todo!”. Jesús cayó de rodillas. Mahoma se cubrió la cara con sus manos y no se atrevió a mirar.»
Además de los diarios, Hugo escribió incontables versos en los que conectaba la dimensión de los vivos con la de los desencarnados: «La tumba dijo a la rosa: –¿Dime qué haces, flor preciosa, lo que llora el alba en ti? La rosa dijo a la tumba: –de cuanto en ti se derrumba, sima horrenda, ¿qué haces, di? Y la rosa: –¡Tumba oscura de cada lágrima pura yo un perfume hago veloz. Y la tumba: –¡Rosa ciega! De cada alma que me llega yo hago un ángel para Dios».
La comunicación con los muertos es un anhelo de los vivos que, angustiados, quieren adelantar noticias del más allá. La angustia viene por el sufrimiento. Sin importar si tiene la razón el platonismo, el cristianismo o espiritismo lo cierto es que las tres doctrinas coinciden en que el alma viene a esta tierra para expurgarse. Nuestros cuerpos son sepulcros andantes en los que el alma busca dejar de ser como la rosa del poema para convertirse en la redentora tumba al servicio de lo sagrado. Purificarse para trascender necesita de la comunicación con los muertos, pero no con aquellos que se fueron, sino con los que nos habitan y nos ciegan condenando nuestra reconciliación con la eternidad.