María Arteaga Villamil
A estas alturas no sé a quién le sorprende la respuesta del presidente Andrés Manuel López sobre el aumento del número de llamadas relacionadas a la violencia contra las mujeres durante el confinamiento. El presidente a lo largo de su mandato (e incluso previo a este) ha mostrado una clara reticencia para abordar temas de salud pública relacionadas con violencia de género: feminicidios, acoso sexual, violencia doméstica, acceso al aborto, entre otros. Una muestra clara de ello, fue su respuesta ante la manifestación del 8M y la huelga del 9M. Un día después de que las mujeres a lo largo de todo el país marcharon masivamente para manifestarse contra la violencia de género, el presidente Andrés Manuel López Obrador insistió en que no intentaría una nueva estrategia para detener los feminicidios mientras se empecinaba en mantener su ya conocida postura de “renovación moral”.
A las ya previas letanías tales como «encontrar formas de vivir en una sociedad mejor[…]”, “evitar la desintegración familiar[…]”, “que los valores se fortalezcan[…]”, en la conferencia del pasado 6 mayo se utilizó una nueva invocación: “la cultura de la fraternidad en la familia mexicana[…], la familia como el núcleo humano más fraterno”. Ya no trataré de refutar las afirmaciones del presidente porque ya hay muchas respuestas -algunas bastante buenas- al respecto. Lo que quiero hacer es manifestarme contra ese llamado a la “amor fraternal” y explicar por qué ese llamado no atañe al 51,09% de la población (es decir, la totalidad de mujeres mexicanas).
El llamado al “amor fraternal” no encaja, porque es un concepto de raíces masculinas, hecho por y para hombres, el cual no es ni inclusivo ni transformador. El concepto Romano de pietas, concebía la idea del deber hacia la familia y el compromiso por la patria (según Cicerón). El Fraternal Pietas, cómo concepto fue crucial para la legitimar la expansión y conquista del imperio romano y era a través del su uso que un soldado se transformaba en hermano. La práctica del Fraternal Pietas se usaba para crear cohesión entre soldados por medio de una identidad muy cercana al parentesco (la fraternidad), pero además fue una idea central para la creación de la vida pública de los romanos, para su concepción de la vida familiar y para sus ideas sobre las relaciones entre los hombres. Las apelaciones a la Fraternal Pietas tenían gran peso en la vida política porque la devoción entre los hermanos simbolizaba el mos maiorum, es decir “la costumbre de los ancestros» o lo que viene a ser el conjunto de reglas y de preceptos que el buen ciudadano romano debía respetar.
Lo fraternal también se convirtió en un modelo para el hogar y lo doméstico, donde las leyes y prácticas de herencia fomentaron la cooperación entre hermanos -varones ¡oh sorpresa!- en la administración de los bienes y el cuidado de la familia. La Pietas era Fraternal porque enfatizaba el deber del hombre hacia los dioses, pero sobre todo, hacia otros compañeros hombres (énfasis en el género). Las mujeres no podían formar parte de la Fraternal Pietas porque no eran consideradas ciudadanas en pleno, formaban parte del inventario doméstico (algo así como dos cabras, una jarra y una mujer) y como tal, no podían luchar por la patria (ni obtener gloria para la posteridad, porque la única gloria de una mujer era morir en su propia cama) ni les era concedida la voz en la vida pública. Había sus excepciones, y en contadas ocasiones se les permitía alzar la voz si era para hablar de su hogar, sus hijos, sus maridos o intereses de otras mujeres. Tal como lo escribe Mary Beard en su libro Mujeres y Poder: “en circunstancias extremas las mujeres pueden defender públicamente sus propios intereses sectoriales, pero nunca hablar en nombre de los hombres”.
Podemos ir más adelante históricamente y no olvidarnos que el llamado a la fraternité durante la Revolución Francesa creó la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano [masculino] pero a quién se atrevió a escribir la Déclaration des droits de la femme et de la citoyenne, es decir la “Declaración de los derechos de la mujer y del ciudadano [femenino]” fue decapitada. Olympe de Gouges, una mujer extraordinaria que a finales del siglo del siglo XVIII luchó por el acceso al divorcio por parte de las mujeres, los hospitales maternos y los derechos de los niños huérfanos y de las madres solteras, es quién hasta la fecha no convencen al gobierno francés por un lugar en el afamado Panthéon de Francia, dónde -¡oh sorpresa! – actualmente se encuentran 71 hombres y una mujer (French Wonder Woman alias Marie Curie).
Y se preguntarán, y todo lo anterior ¿para qué?. Mi paseo histórico es para poner en contexto que dentro de estas ideas romantizadas de la hermandad y de lo fraternal han sido base para silenciar a las mujeres y todas las actividades y relaciones que tienen que ver con ellas. El amor fraternal presupone una falsa idea de humanidad compartida que para mí tiene un subtexto en el que se mantiene esa división de géneros tan clara para los romanos: los hombres a la vida pública y el honor, las mujeres a la vida privada, a la casa.
El susodicho amor fraternal en las familias, es la continuación de un llamado a continuar las viejas formas, a ese contrato social que marca el dominio (masculino) y la sujeción (femenina). Carole Pateman aborda muy bien este punto, notando que es este contrato social se manifiesta en las sociedades modernas como «patriarcados fraternales”, donde se define la base del poder político de los hombres y la exclusión política de mujeres. Para Pateman la construcción de la diferencia sexual era la construcción de la diferencia política, la diferencia entre la libertad natural de los hombres y la sujeción natural de las mujeres.
El amor fraternal es el que dota a los hombres de participación válida en la vida social, política y familiar. Es esa fraternidad que continúa siendo membresía reservada para hombres y dónde las mujeres no podemos ser vistas como iguales. El amor fraternal justifica que las madres y hermanas sirvan la mesa mientras hermanos y padres se sientan y esperan. Es ese amor el que perpetúa las relaciones dentro de llamada pareja tradicional: relaciones jerárquicas cuyos términos son inalterables, y cuyos roles se asignan según el sexo. Es el que hace que un hombre abuse a una mujer (física o emocionalmente) y los (hombres) que le rodean no digan nada. Es ese amor fraternal que perpetua actitudes homofóbicas entre los miembros, y dónde existen temores de emasculación y afeminamiento (¿qué puede ser peor que ser vieja? actuar como una o estar supeditado a una, ¡obvio!).
Es el amor fraternal el que define ansiosamente sus reglas en términos asociados con la masculinidad, el poder, la asertividad, el éxito económico, la destreza sexual y física, el patriotismo. La práctica de ese amor fraternal es una sentencia que no permite una nueva visión, no provee soluciones a esta actual crisis mundial ni en lo ecológico, en lo económico, en lo político, ni en lo social. Dentro del amor fraternal no caben preocupaciones comunes (de ahí la invisibilidad de los múltiples problemas que afrontamos las mujeres, pre o post COVID-19), ni contempla esfuerzos para crear procesos de vida igualitarios. Ese amor fraternal no hace nada contra el complejo problema de acabar con la violencia de los hombres contra las mujeres, sencillamente porque ese amor fraternal no genera empatías, porque ese amor fraternal clama a continuar un pacto hecho por hombres y para hombres, y para mí, ellos desde siglos tienen sus lealtades muy claras.