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El mundo iluminado

Por Redacción
21 agosto, 2020
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PUNTOS DE VISTA

Miguel Martínez Barradas

Corre el año de 1903, el joven Kappus es un cadete de veinte años que al mismo tiempo que introduce mortales cartuchos en el arma que custodia, imagina versos que, al igual que sus balas, podrían tocar de muerte los corazones que los escucharan. Kappus es delgado e inseguro, al mismo tiempo que obediente e ingenuo, y mientras que en el día se dedica a entrenarse y a obedecer en la academia militar, por las tardes se lee poesía y escribe versos que manda a concursar a las escasas revistas literarias de su ciudad. Su futuro, piensa Kappus, sólo puede abrirse en dos direcciones: la de la guerra o la de la poesía, que a fin de cuentas son más o menos lo mismo, con la diferencia de que mientras la primera aniquila al otro para defender una patria tangible, la segunda aniquila al yo para descubrir una tierra inmaterial. Tales son los encuentros y divergencias entre las balas y los versos.

Kappus, así como necesita órdenes de sus superiores, requiere consejos de los poetas; no es fácil disparar plomo ni palabras cuando no se sabe en dónde poner el ojo. Por eso Kappus se levanta antes que nadie procurando ser el primero de su pelotón en llegar al cuadro de honor, y se duerme arreglando sus versos esperando que con ello un gran crítico de las letras lo recomiende para imprimir en letra de molde sus románticos versos. Todavía no ocurre ni lo uno ni lo otro, pero Kappus está feliz, pues ha recibido una carta, muy generosa por cierto, en la que están inscritas las recomendaciones líricas para su poesía que tanto ha solicitado. El mensaje no es muy largo y dice: «Muy distinguido señor: Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices».

La carta no termina ahí, es apenas el comienzo, y Kappus detiene su lectura para volver a leer el mismo párrafo. Todavía no encuentra la respuesta que busca, pero tiene esperanza en que en el resto del mensaje aparecerá la luz que su alma necesita para tomar la determinación de abandonar los fusiles y tomar a las palabras como una nueva trinchera en la cual ponerse a cubierto. El remitente de la misiva es discreto, Kappus lo nota de inmediato a pesar de ser un mal lector de poesía, de novela y de todo, pero un excelente tirador. La primera lección aparece en el párrafo leído, «el lenguaje crítico es el menos acertado para entender el arte». Continúa, el cadete con la lectura, y una luz lejana, pero verdadera, comienza a brillar: «Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien —ya que me permite darle consejo— he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie… No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida».

La carta continúa, Kappus la lee de principio a fin absorto, pues el remitente, lejos de haber elogiado la poesía del cadete, le ha dicho que se resguarde en sí mismo sin esperar cualquier premio que pueda venir de fuera. La epístola está escrita con misericordia, pero Kappus no se da cuenta, no acepta la supremacía de la realidad interior con respecto a la exterior, ¿pero cómo hacerlo cuando todos los días ve a sus superiores marchando con medallas en el pecho y con banderas en los hombros? ¿Qué honor más grande puede haber, piensa Kappus, que el conferido por los demás? Kappus no escribe buenos versos, pero tampoco deplorables, se lo ha dicho el interlocutor de la epístola, sin embargo, Kappus vive con una venda en los ojos, lo han embriagado con la manoseada botella del orgullo por la patria, y es la fama militar o literaria la baja cumbre a la que aspira.

Además de adentrarse en sí mismo, la otra recomendación que se le dio a Kappus fue la de preguntarse si podría vivir sin escribir, y aunque el cadete respondió con un “No” rotundo, la verdad nos la dio el tiempo. Kappus abandonó la poesía y entregó su voluntad a los altos hombres de armas que lo condecoraron con las medallas que tanto deslumbraron sus ojos cuando joven, y que no son sino evidencias de la autohumillación. El talento de Kappus para asesinar a sus iguales fue tal que lideró a otros tantos ilusos como él durante la Primera Guerra Mundial olvidando para siempre los consejos del remitente de aquella carta, que no fue otro que el mismísimo y portentoso poeta Rainer Maria Rilke, para quien la vida, la única y verdadera, no podía ser otra que la interior y cuyo lenguaje más puro solamente se revela a los espíritus libres a través del concierto de la naturaleza. Kappus abandonó en su madurez al ejército para volverse presidente de un partido político fundado por él mismo. De la poesía que en su juventud le ardía en la sangre nada quedó, y si hoy lo recordamos es porque a pesar de haber recibido instrucción directa de Rilke, su deseo por lo caduco, por lo insignificante y por estar detrás de un escritorio se impuso por sobre el de lo esencial, lo bello y lo verdadero, precipitándolo en las negras aguas del crimen, de la política y de todo aquello que está alejado de la poesía, y que por un deleite irracional en la autohumillación es incapaz de ir contra la burocracia.

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