Miguel Ángel Martínez Barradas
Murió a los treinta y cuatro años, un año mayor que Cristo, su maestro, su guía, su sendero. Como él, tampoco mostró a sus seguidores ningún texto que contuviera su doctrina, sin embargo, después de su misteriosa muerte obras con su nombre aparecieron de una manera muy similar a los evangelios. Su fe fue la misma de Cristo, depositada en un Dios supremo ajeno a toda iglesia, desinteresado del dinero, ajeno a la política y fundamentado en la fuerza imparable e inagotable del amor. Sin embargo, hay una diferencia importante con respecto a su maestro y es que si éste temió por su fatal destino cuando dijo en el huerto «Padre, aparta de mí este cáliz», ella concibió al mundo como una tierra fértil únicamente para quienes luchan, y así, en lugar de renunciar a los dones místicos con que había sido bendecida, los sujetó con fuerza diciendo a sus iguales «Quien toma la espada, a espada morirá. Pero quien no tome la espada (o la suelte), morirá en la cruz», y no precisamente como elegido, sino como condenado, como el Dios eterno que fue clavado por sus ignorantes bestias finitas.
Simone Weil, la mujer a quien está dedicado el anterior párrafo, fue una filósofa brillante del pasado siglo. Su filosofía fue platónica en tanto que reconoció la existencia de una inteligencia divina, y aristotélica en tanto que halló en la praxis la oportunidad de encontrarse con uno mismo y de reconocerse en sus semejantes. Sin embargo, antes de ser una filósofa clásica, fue una filósofa cristiana en el sentido literal de la palabra, es decir, apegada únicamente al evangelio y sin filiaciones a ninguna ortodoxia. Weil se desempeñó como académica en París, pero también como obrera de la industria automotriz y agrícola, experimentó los crímenes de la Guerra Mundial y se enfiló voluntariamente para combatir, en España, al franquismo. Ante todo, fue una pacifista, sus armas fueron únicamente su intelecto y fraternidad, y si participó de alguna manera en la guerra, fue más por el inevitable contexto histórico de su época y por responder a aquella paradoja consabida que dice: si quieres paz, prepárate para la guerra.
La producción literaria y filosófica de Weil fue publicada años después de su muerte. Weil fue una mujer muy particular, “iluminada” si fuera prudente emplear la palabra. Convivió con otros intelectuales destacados de París y el mundo, fue condiscípula de Simone de Beauvoir y amiga de Camus, colaboró con los movimientos sindicalistas y apoyó las causas de algunos comunistas, sin embargo ella fue diferente, por sobre todo estaba la búsqueda de la paz y la erradicación de la pobreza, la práctica del laicismo, la liberación de las clases obreras, pero, además, la necesidad de vislumbrar la dimensión eterna en que lo sagrado habitaba, como desde el origen, imperturbable. Sus tratados filosóficos son una mezcla de activismo político cuasi comunista y de búsqueda de lo esencial y de uno mismo a través del símbolo de la cruz. Su cristianismo es heterodoxo, y si bien son muchas las obras que casi secretamente escribió, es la intitulada “Pensamientos desordenados acerca del amor a Dios” una de las más particulares debido a un poema con el que inicia y que lleva por nombre “La puerta”; sus versos son los siguientes:
«Ábrenos pues la puerta y veremos los huertos, beberemos su agua fresca donde la luna ha dejado su huella. Arde el largo camino hostil a los extranjeros. Erramos sin saberlo y no hallamos lugar en ninguna parte. Queremos ver flores. Aquí la sed nos domina. Míranos ante la puerta, esperando y sufriendo. La derribaremos a golpes si es preciso. Presionamos y empujamos, pero el obstáculo es muy sólido. Hay que quedarse extenuado, esperar y mirar en vano. Miramos la puerta; está cerrada, inexpugnable. Fijamos nuestros ojos en ella; lloramos por el tormento; la vemos siempre; el peso del tiempo nos agobia. La puerta está ante nosotros; ¿de qué sirve desear? Más vale irse y abandonar la esperanza. Nunca podremos entrar. Estamos cansados de verla… Al abrirse la puerta dejó pasar tanto silencio. Que no aparecieron los huertos ni flor alguna; sólo el espacio inmenso donde reinan el vacío y la luz. Surgió de pronto por todas partes, colmó el corazón, y lavó los ojos casi cegados por el polvo.»
Después del poema siguen, precisamente, doce capítulos de pensamientos desordenados en los que Weil reflexiona en torno al amor del Dios y del deber que su creación tiene para con él, sin embargo, el espacio para estas líneas es tan breve que lo más conveniente es pensar en el poema, en lo que nos quiso decir. La situación es la siguiente: los versos plantean un retorno al Paraíso perdido, la puerta que conduce a éste ha sido hallada, pero por más que se insiste, ésta no cede, no se abre. Rendidos, los errantes, que somos nosotros, abandonan todo, incluso la esperanza, y es en ese momento cuando la puerta se abre y muestra al Paraíso en todo su esplendor, pero éste no se asemeja a verdes valles ni a fértiles aguas, sino que tan sólo es luz y silencio. Los corazones ya no temen, se llenan de eternidad, pues están frente al Hacedor Supremo y sus ojos borran toda marca de llanto pasado. Hasta aquí con el poema.
Simone Weil mezcló en su filosofía las causas de los explotados por el estado junto con los anhelos de los expulsados del Paraíso. Nuestra historia humana y espiritual se reduce a un destierro incesante. Weil busca la justicia social al mismo tiempo que la redención del pecado original. Ella, la discìpula del laicismo y la que cenó el cuerpo y la sangre de Cristo, es autora de una filosofía de raíces políticas y con aspiraciones místicas que nos enseña, volviendo al poema, que si habremos de entrar por la puerta del misterio será únicamente hasta que nuestros vanos anhelos cesen, la fuerza mengüe, la esperanza desaparezca y nos vaciemos, enteramente, de nosotros mismos; no por nada, en “La gravedad y la gracia”, Weil decía que el único acto de libertad es la destrucción del yo. Si habremos de pasar por la puerta del misterio, será porque nuestra renuncia es una ofrenda en honor a la vacuidad y el silencio.