Derzu Daniel Ramírez Ortiz
En la relación bilateral siempre hay elementos de armonía y de discordia. En este sentido, aunque Joe Biden y Andrés Manuel López Obrador se asumen como paladines de la democracia y combatientes de la corrupción, ambos temas pueden articular un campo de tensión y de diferendo entre los gobiernos en un futuro próximo.
Las razones de lo anterior no son del todo explícitas, sin embargo, es posible delinear algunas rutas de posible colisión.
Estados Unidos cuenta con una amplia trayectoria de promoción de la democracia y de buena gobernanza alrededor del globo. Con base en la influyente tesis de entre más democracias en el mundo, mayor cumplimiento de su interés nacional, este país ha fomentado la consolidación de una amalgama de agencias públicas y organizaciones privadas— burocracia democrática le llaman— lideradas por la USAID. Para tal propósito, entre otras cosas, financian y capacitan a organizaciones no gubernamentales extranjeras, entre las que se encuentran varias mexicanas.
El modelo de democracia que aquel país propaga es uno liberal, en el que además de elecciones creíbles, impere una división real de poderes y una estructura social que proteja libertades limitando el ejercicio del poder.
Tal política estadounidense nunca ha estado exenta de contradicciones e inconsistencias. Estados Unidos ha apoyado (o tolerado) a regímenes autoritarios cuando sus intereses geopolíticos así se lo dictan. Así lo hizo con la autoritaria hegemonía priista durante varias décadas.
No obstante, existen razones para creer que la promoción de dichos valores gane centralidad en la política exterior del actual inquilino de la Casa Blanca.
No solo debido a que históricamente el partido demócrata ha dado importancia al tema de la democracia y derechos humanos en las relaciones internacionales. También, para Biden, la promoción de estos temas son estratégicos para conseguir objetivos clave. En política internacional, recuperar el socavado liderazgo estadounidense. En política interna, congraciarse con bases electorales progresistas y cerrarle el paso al trumpismo latente.
Para ello, Biden ha anunciado que liderará una alianza multinacional de democracias liberales que haga frente a la multiplicación de autocracias populistas. Además, algunas voces influyentes, han argumentado que, para dotar de sustancia a tal cruzada liberal, es necesario que Estados Unidos sea un actor que no sólo pregone, sino que coadyuve en la resolución de problemas concretos que aquejan a las sociedades del mundo, como el de la corrupción.
El tiempo revelará la forma en la que Estados Unidos instrumentará dichas nociones estratégicas. Sin embargo, desde ahora es posible dilucidar incompatibilidades con rasgos esenciales del régimen mexicano.
En el plano de la política exterior mexicana, con el relanzamiento de la doctrina priista de la no intervención y con la política de respaldo a gobiernos y políticos latinoamericanos no democráticos pero afines (como los casos de Venezuela y de Evo Morales), se antoja difícil que México decida ser parte de tal coalición multinacional. Lo anterior a pesar de las presiones que los demócratas en el congreso y en el ejecutivo pudieran ejercer.
En el plano de la política interna, ¿cómo sería clasificado el gobierno de la 4T, como uno liberal o como una coalición en búsqueda de imponer una autocracia?
Diversos observadores de la política mexicana han señalado a los ataques del poder ejecutivo contra el instituto electoral o el poder judicial, a los embates contra periodistas, medios de comunicación u organizaciones civiles críticas, como comportamientos amenazantes de la democracia liberal y consustanciales de una coalición autoritaria en el poder. Cada vez más páginas de medios extranjeros, esgrimen preocupaciones similares; mismas que tal vez se atemperen por los resultados que arrojaron los comicios electorales de medio término.
En el tema de corrupción sucede algo similar. El esquema anticorrupción del presidente mexicano, consistente en monopolizar la agenda a través de deslegitimar a vigilantes de la sociedad civil y de anunciar medidas poco creíbles, como la erradicación de la corrupción a través de ejemplos de honestidad o por decreto, divergen profundamente de la burocracia democrática estadounidense. Para ésta última, en el combate a la corrupción, son indispensables la participación de la sociedad civil y medidas que fomenten la transparencia y eliminen la impunidad en el ejercicio público.
Además, no paso por alto que, para diversos grupos de interés empresariales estadounidenses, las cláusulas del TMEC sobre corrupción en sindicatos mexicanos, de transparencia y certidumbre en compras de gobierno, son herramientas concebidas para ser utilizadas.
Hace unas semanas tuvo lugar un breve diferendo bilateral sobre el tema en cuestión. El presidente mexicano pidió por canales diplomáticos la cancelación de financiamiento estadounidense a la organización Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, por considerarla opositora a su proyecto. Esto a pesar de que, en el sexenio anterior, la organización denunció actos de corrupción sumamente dañinos al erario.
Posteriormente, sin hacer referencia explícita a México, el gobierno estadounidense anunció que no dejaría de financiar a periodistas ni a organizaciones no gubernamentales por considerarlas una directriz fundamental de su política exterior y agentes clave para la denuncia de corrupción en las esferas de poder. Más adelante, la vicepresidenta estadounidense, a raíz de su visita a México y Guatemala, se pronunció sobre el tema de manera errática.
Es decir, comienzan a surgir fricciones. ¿Pero qué alcances llegarán a tener?
Si tomamos en cuenta que Estados Unidos, como cualquier país, persigue intereses por encima de ideales y que en la definición de acciones suele ganar la óptica del corto plazo, es posible que los asuntos estratégicos de la relación bilateral, como el tema migratorio o la estabilidad política mexicana, tengan un peso mayor y Estados Unidos termine por tolerar las prácticas antidemocráticas de su vecino del sur. Así lo hizo Trump durante su mandato.
También puede ocurrir que dicho plan estratégico se diluya por la incapacidad del gobierno estadounidense de corregir los males de su democracia y de combatir su propia corrupción. Sin embargo, es indudable que los factores de discordia existen y evolucionan en trayectorias opuestas sobre una misma avenida.