Cuando miramos al pasado y pensamos en las ofrendas que en casa cuando niños levantábamos a los muertos de la familia, recordamos que eran pocas las fotografías de los fallecidos que realmente conocíamos, pues la mayoría de esos rostros nos parecían ajenos; caso contrario ocurre en la vida adulta en la que nosotros, como estamos de envejecidos, levantamos ofrendas cada año más grandes en mesas de dimensiones cada vez mayores debido a que nuestros muertos, ahora sí conocidos, irónicamente se multiplican. Un sentimiento semejante ocurre en las fiestas de fin de año, las cuales nos parecían más deslumbrantes cuando éramos niños y no grises y artificiales ahora que somos adultos. La conmemoración de los muertos como los festejos de fin de ciclo fueron en la infancia más alegres porque estaba ausente de nuestras vidas una condición del ser hacia la que todos caminamos: la soledad.
Volver al pasado, a aquel tiempo en el que nada nos faltaba, es un anhelo que todos, con seguridad, hemos sentido y es que el pasado, a pesar de sus posibles sufrimientos, queda siempre idealizado en nuestra memoria, por eso es que nuevamente nos gustaría ser niños, o volver con un amor hoy extinto, o retornar para evitar el desarrollo de un conflicto, o ir hacia atrás para aprovechar alguna oportunidad que dejamos ir de nuestras manos. El pasado es ideal; el presente, injusto; y el futuro, desesperanzador. Vivimos fuera del tiempo y de nosotros mismos.
El ser humano es de memoria corta y seguramente si tuviera la oportunidad de regresar a aquel tiempo que hoy considera dichoso, de retornar al paraíso, hallaría los medios para sabotear su experiencia, pues el pasado ya no sería tal, sino más bien un nuevo presente con vestimentas añejas. El pasado es pasado porque su posición es siempre atrasada y volver a él resulta imposible porque nuestra cárcel es la del presente.
Si el deseo de volver a vivir lo vivido es en sí mismo problemático porque nos incapacita para actuar en el presente, este anhelo es todavía más dañino cuando intentamos “volver” acompañados de alguien más, es decir, cuando queremos que los otros sean partícipes de nuestro pasado ya perdido y que se animen y sientan la misma dicha que nosotros por retornar a ese paraíso, sin embargo, esto es imposible, pues cada quien carga con su propio pasado, cada quien tiene su propio paraíso perdido y esperar que el otro se alegre por lo mismo que uno no es más que una muestra de egoísmo que más temprano que tarde nos hará ver sus efectos adversos.
Justamente lo anterior, el querer que el otro se emocione por lo mismo que a uno le despierta añoranza, le sucedió a Horacio Quiroga, el escritor uruguayo que se enamoró de las selvas del noreste argentino, en la provincia de Misiones, y que hizo hasta lo imposible por retornar a ellas. Quiroga fue un escritor urbano y un fotógrafo encantado por la naturaleza que visitó las selvas de Misiones a inicios del siglo XX y que regresó a ellas en diferentes ocasiones, hasta que logró establecerse en la jungla argentina después de la tercera década del mencionado siglo. Quiroga quedó seducido por las selvas de Misiones, éstas fueron su paraíso al cual retornaba siempre que podía, sin embargo, no lo hizo sólo, sino en compañía de su primera esposa, más o menos en el año 1910, y de su segunda esposa, después de 1930.
Quiroga, la primera vez que viajó a la selva, lo hizo sólo y se enamoró de la fauna y de la flora del lugar, el recuerdo de aquel viaje se convertiría en el paraíso al que intentaría regresar una y otra vez, pero también en el no–paraíso de sus esposas que vivieron, con disgusto, entre las alimañas y plantas que a Quiroga, como aprendiz de científico, le apasionaban. En esa selva, la primera esposa de Quiroga dio a luz a una niña y a un niño y después, infeliz de estar en ese no–paraíso y con deseos de retornar al suyo, se suicidó. Quiroga crió a sus hijos en ese ambiente salvaje y años más tarde se casaría con la mujer que sería su segunda esposa, a quien también llevaría a vivir los “encantos” de su paraíso selvático y con quien procrearía a una niña. Esta mujer, al igual que la primera esposa, tampoco se adaptaría al paraíso de Quiroga, sin embargo, lejos de optar por suicidarse, ella elegiría abandonar a su esposo, llevándose a su hija.
La literatura de Quiroga que ha tenido más aceptación son sus cuentos, principalmente los de terror, a tal punto que su genio ha sido equiparado con el de Edgar Allan Poe, sin embargo, Quiroga escribió mucho más que ficciones y para ejemplo podemos citar sus “Croquis del monte”, que han sido reunidos bajo el título de “Textos fronterizos” y en los que da cuenta, precisamente, de su vida en la selva argentina. Leamos unos fragmentos: «Después de quince años de vida urbana, el hombre regresa a la selva. Regresa a la selva, pero ese hombre no lleva consigo el ánimo que debiera. ¿Sobrevive su amor a la soledad? Mi posición es la de un hombre que ante la naturaleza se pregunta si ha plantado lo que debe, cuando ya escribió lo que pudo. Esta vida, esta soledad, esta elevación sobre sí mismo, que no comprende ninguno de sus amigos, constituye para él el verdadero existir.»
Precisamente por esta elevación que sólo comprende el que la experimenta es que Quiroga no se dio cuenta de que mientras él mataba serpientes, domesticaba cocodrilos, cuidaba flores y cosechaba piñas su primera esposa se moría de tristeza y la segunda se llenaba de hastío. Quiroga, en su intento por retornar al paraíso, a su paraíso, se hizo ciego ante el dolor de quienes lo rodeaban; sus últimos días los pasó solo en un hospital en el que, al igual que su primera esposa, se suicidó; años más tarde, sus dos hijos del primer matrimonio también lo harían. Reflexionando en lo anterior, ¿hasta qué punto la búsqueda de nuestro paraíso implica el abandono de quienes nos rodean? ¿Es nuestro paraíso, el no–paraíso de quienes nos estiman? ¿Quiénes se nos mueren por nuestro egoísta deseo de retornar al paraíso?
www.elmundoiluminado.com