Seguramente hemos pensado alguna vez que nos gustaría que todos los días pudiéramos divertirnos, reír, estar con amigos, convivir con familiares, comer lo que más nos guste, visitar lugares nuevos, sorprendernos, gastar dinero, etcétera, en resumen, nos gustaría vivir en un estado constante de placer y olvidarnos para siempre de los problemas, las desdichas, los desatinos y la tristeza, tal y como nos lo dicen todos los días los medios de comunicación, los cuales nos aseguran que la obtención de la felicidad requiere tan sólo de un acto de voluntad, de una muestra de fe, o de algún producto milagro que por una módica cantidad podemos obtener en la comodidad de nuestro hogar con tan sólo una llamada telefónica; ¡así es, señoras y señores!, la felicidad está ahí y requiere tan sólo los dieciséis números de nuestra tarjeta de crédito. ¿Por qué no somos felices entonces? ¿Acaso la miseria humana no podría solucionarse dándole a cada persona una tarjeta de crédito para llamar a la empresa que fabrica la felicidad y que la envía, en calidad de urgente, hasta nuestra puerta y en oferta de dos por uno?
Nos gustaría vivir en un placer contínuo, o al menos alguna vez soñamos con ello, pero la vida no funciona así. No hay día en el que la ideología de lo políticamente correcto no se manifieste queriéndonos engañar con aquello de que es posible evitar el sufrimiento y que el mundo puede moldearse en relación a nuestro parecer, mas no es así, la realidad no puede reducirse a una cadena de cosas que nos gustan, nos encantan, nos divierten o molestan, pues la realidad va más allá de nosotros, de hecho, ni siquiera le importamos; el mundo es con o sin nosotros, pues ya estaba aquí cuando nosotros llegamos. ¿Somos felices? Al mundo no le interesa. ¿Somos infelices? Al mundo le da igual, sin embargo, esto no significa que debemos de echar todo por la borda y respirar hasta que nuestras energías se nos agoten, pues al mundo podrá no importarle nuestra felicidad o nuestra miseria, pero a cada uno de nosotros sí nos interesa, por lo que aprender a equilibrar nuestra entrega al placer y al sufrimiento es fundamental.
Siempre que la muerte toca a nuestra puerta o a la de alguien que estimamos, solemos comportarnos de la misma manera: primero nos sentimos preocupados, en seguida nos angustiamos, después acudimos a los respectivos ritos funerarios y finalizamos siempre con la misma idea en la cabeza: que, a pesar de todo, la vida sigue. Y es que el acto mortuorio se reduce por entero a ese pensamiento: la vida sigue (o su variante: así es la vida). ¿Entonces por qué llorar, por qué afligirnos, si somos conscientes de que nada podemos hacer ante la ocurrencia de la muerte? ¿No será que en realidad no lloramos tanto por el muerto, sino por nosotros mismos que ya no podremos experimentar placer o felicidad con aquella persona que ha expirado? Y es que, en cuestiones de muerte, pareciera que todo gira más en torno al yo que al otro y por eso decimos ‘lo extraño tanto’, ‘me hace mucha falta’, ‘no puedo seguir’, ‘llévame a mí’, etcétera.
Desear vivir en un placer contínuo, negarse a la experiencia del sufrimiento y concebir a la muerte como un acontecimiento triste son impulsos cuyo origen está en nuestra mala interpretación de la realidad. Huimos del dolor y lloramos a la muerte sencillamente porque así fuimos educados, nuestra cultura occidental, desde que adoptó en su seno al cristianismo, anuló en nosotros la posibilidad de reír ante la muerte y es por ello que cuando se nos presenta, la sentimos como un trago amargo de desesperanza, como una negación del placer a que nuestro yo infantil tiene derecho y que lejos de alegrarse por el bienestar del otro, imagina una escena en donde es él quien reposa en la sepultura y quien llora fuera de la misma. En este sentido, si deseamos permanecer en un placer continuo, es únicamente por miedo y egoísmo.
No siempre, la visión del mundo, fue tan pesimista como la nuestra. En la antigua Grecia el filósofo Demócrito, aquel que sólo por la observación del mundo concibió la idea de que la materia está formada por átomos, fue conocido por el hecho de que siempre se reía de todo, de los demás, del mundo y, principalmente, de sí mismo. Convencidos sus conciudadanos de su locura, le pidieron al médico Hipócrates que lo diagnósticara, diciendo, después de hablar con él, que hombre más cuerdo no había conocido jamás. Algunas de las ideas de Demócrito, son:
«Quien quiera ser feliz no debe ocuparse de muchos asuntos, ni en lo público ni en lo privado, ni elegir actividades que excedan su propia capacidad, y en caso de que la suerte se le ponga a uno enfrente y lo lleve demasiado lejos, debe uno de tener la valentía de renunciar y no tratar de llegar más allá de sus posibilidades, pues una empresa mesurada es una gran empresa… La medicina sana las enfermedades del cuerpo, mas la sabiduría libera al alma de padecimientos… Somos un mundo en miniatura… Ni en el cuerpo ni en las riquezas hallan los hombres su felicidad, sino en la integridad y la cordura… Es amor justo desear sin arrogancia las cosas bellas… Es arrogancia hablar de todo y no querer oír nada… En realidad nada sabemos, pues la verdad se halla en lo profundo… Una vida sin fiestas es un largo camino sin posadas.»
Demócrito es el filósofo que ríe por todo y Heráclito, aquel que dijo que nadie se baña dos veces en el mismo río, es el filósofo que se aflige por todo. ¿A cuál de los dos nos parecemos? Del primero decían que estaba loco y del segundo, que estaba enfermo, sin embargo, ellos fueron alguien en tanto que vivieron de acuerdo a su filosofía y no a ideologías políticamente correctas como a las que nosotros nos exponemos diariamente y que no sólo nos anulan como individuos, sino que nos privan de la oportunidad de sufrir, lo cual es necesario para madurar. ¿Nos preocupa la muerte? Echémonos a reír. ¿Vivimos en la monotonía, en el sinsentido, en la ausencia del placer? Echémonos a reír porque lo cierto es que todos, aunque lo neguemos, vivimos entregados a la misma incertidumbre y así como la muerte puede resumirse a “la vida sigue”, la vida puede reducirse a decir, como Demócrito, que sólo nos queda reír.
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