Sainetes como los que se escenificaron en la cámara de diputados del Congreso de la Unión el domingo de pascua del año en curso no son ninguna novedad. El “recinto legislativo” de San Lázaro ha sido usado para ello casi desde su inauguración. Construido bajo el mandato de José López Portillo (1976-1982), quién ganó la elección presidencial sin rival en la boleta, pues el partido tradicional de la derecha mexicana se ausento por no haber condiciones para competir y la izquierda, que en esa época se definía por sus galones en las internacionales socialistas, estaba proscrita. Así, emulando la majestuosidad teatral y el poder de los partidos comunistas de China y la Unión Soviética, es un escenario para la teatralidad. No duro mucho la adoración al presidente pues él mismo el su último informe de gobierno en 1982 lo degradó a carpa cuándo lloró por no haber podido salvar al peso de la especulación y devaluación, pese a haberlo defendido—dijo—“como un perro”.
Mucho antes del terremoto del 85 y la mala respuesta del gobierno ante la devastación, que exhibió la corrupción precedente, el presidente De la Madrid padecía en él las circenses conductas de propios y extraños. No han dejado de crecer ni la complejidad de los recursos usados en el teatro del absurdo, como tampoco de probarse la inventiva sobre el nivel de las bajezas permitidas. La historia del edificio se puede contar por las fotos de tomas de tribunas y festejos. Desde la “Roque-señal” a las arengas y griterías del “Bronx” del PRI, pasando por las tomas de tribuna, las boletas electorales del fraude del 88 como orejas de burro por Fox, la aparición del Puerquito Valiente y los múltiples amagos de golpes entre hombres y mujeres. No es ninguna exageración decir que la selección de esas fotos, instalaciones de videoarte y cápsulas sonoras del tiempo pondrían en aprietos a los más inspirados e intrépidos curadores artísticos del país y sus museos. No compiten con San Lázaro ni el Estadio Azteca, tampoco la Arena Coliseo, acaso el zócalo capitalino. Y no lo hacen porque a diferencia de los referentes de estadios y arenas, sea en Wembley y el Coliseo Romano, Maracaná o las de Kioto, pero el recinto de San Lázaro está habitado por una institución mexicana de su época de modernización, urbanización e industrialización: la carpa. Ese remedo entre circo, vodevil, arena y lo que sea permitido mezclar es el espíritu que lo anima. Si la conferencia mañanera del presidente López Obrador se compara con el púlpito del templo carismático anabaptista, en pos de la sacralidad de su palabra, nadie duda la cámara de diputados es el goce y desborde de lo profano como coro de la abyección.
Así, la mayoría de los consumidores de noticias han aprendido a no calificar como farsa lo que de suyo es, como tampoco a tomar en serio ninguna de las miserias ahí exhibidas, por más que tengan consecuencias. Hay que esperar semanas, meses o años para saber qué peso tienen, sabiendo que la negociación no se dio en ese genuino teatro arrabalero sino tras bambalinas. Quiénes hemos advertido que los lenguajes de la lucha libre y otros elementos carnavalescos son apropiados por los políticos para su miserable picaresca lo hacemos defendiendo la integridad del pancracio y la mascarada. Al menos ellos le son fieles a sus audiencias mientras que los políticos sólo a los intereses bastardos que promueven.
Sin embargo, lo que no debía pasar ha comenzado a ocurrir. De la función televisada de la sesión dominical con su preludio en la pasión de la reforma eléctrica se ha comenzado a azuzar a grupos organizados de clientelas para que actúen contra los identificados como enemigos. Llamarse traidores en esa tribuna equivale a llamarse sátrapas, pichiruches, lechuguinos, esbirros, y toda suerte de epítetos propios de la pantomima. No así las campañas que desde la coalición gobernante buscan hacerse partido de estado sobre la amenaza e intimidación callejera y en domicilios de sus adversarios políticos. Puede suponerse que en el fondo todos están de acuerdo en darle cierta credibilidad al mitote, que deba sentirse como real para el electorado, pero eso entraña varios riesgos. Ninguno tan fuerte como el de echar mano de la oclocracia. Esto es un gobierno basado en las amenazas de la muchedumbre para paralizar el orden social y hacer del montaje democrático el juego de sólo uno. Morena, como partido y su coalición con el PT y PVEM simplemente no tienen ni la estructura ni la disciplina del PRI. Sin la re-elección del líder aglutinador y su carisma viven bajo el riesgo de fragmentación permanente. De hecho, esa es la apuesta de la oposición ahora unida. Que se desmoronen en escisiones y vendettas pues no hay omerta que entre ellos. Hasta dónde llegarán en el proceso es una incógnita pero sabemos apuntan bajo. Como lo es también que nada garantiza la coalición opositora corra con mejor suerte. En ese desjarretadero es que se hace presente a la oclocracia.