Desde hace algunos años, según los gobiernos van modificando los modelos educativos, generalmente acordes con su ideología, el umbral de aprendizaje de los alumnos se ha vuelto muy laxo. De hecho, la palabra es “tolerante”. Esto, a decir de estudiosos del tema, debido en buena medida a los derechos humanos, que impiden a los docentes, entre otras cosas: ser muy exigentes con sus pupilos pues algunos no tiene mucha capacidad intelectual; no alzarles la voz pues se pueden asustar; no regañarlos porque se pueden traumar; no ponerlos a competir debido a que se pueden frustrar o, peor, volverse ambiciosos; etc.
Si a eso agregamos la herencia de la pandemia por COVID 19 (que por cierto, ¡aguas!, no ha desaparecido del todo, aunque el Presiente de la República diga que ya nomás hay un muerto al día -se ve que no ha leído el epígrafe del poeta inglés John Donne que Hemingway puso en su novela “Por quién doblan las campañas”)… Decía que si a eso le agregamos la herencia de la pandemia por COVID 19, entonces tenemos el brebaje perfecto para que las próximas generaciones de profesionistas salgan peor que las actuales. Y es que, según el CENEVAL (Centro Nacional de Evaluación para la Educación Superior), de cada 100 egresados 51 por ciento son mediocres, 40 por ciento regulares, y sólo un 9 por ciento excelente.
Durante la pandemia estuvo prohibido reprobar a los alumnos, bajo argumento como los ya enunciados: no presionarlos, no exigirles, etc. Así, los que estaba en primero de secundaria y bachillerato pasaron a tercero, y, obviamente, casi no aprendieron ni leyeron, porque nadie les exigió aprender ni leer. Se habla de un rezago de 3 años que será irrecuperable.
Mal panorama para la educación en México, pero sobre todo para los mexicanos, quienes serán los recipiendarios de esos pobres logros educativos de los venideros profesionistas.
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