Muchas veces caemos en el error de juzgar los actos de los demás sin detenernos a pensar en los problemas que podrían llevar a cuestas. Juzgamos ligeramente las acciones de nuestros semejantes porque damos por sentado que ellos tienen las mismas oportunidades que nosotros, olvidándonos de que la vida es una experiencia particular para cada uno de nosotros. Aunque el mundo es el mismo para todos, la visión que de éste pueda formarse será tan variada como mentes existan. Cada quien habita su propio cielo e infierno.
Evitar problemas y malos entendidos requiere sólo una condición: no actuar imprudentemente, es decir, no adelantarse a los hechos. Sin embargo, lo anterior es complejo de efectuar para la mayoría, pues tenemos el mal hábito de imaginar mundos antes de asegurarnos de cuál es y cómo es la tierra que pisamos. Todos los días tenemos problemas y no importa cuán desarrolladas tengamos nuestras facultades intelectuales, emocionales y espirituales, pues siempre habrá algo o alguien dispuesto a fracturar nuestro temple. Todos los días tenemos problemas y nada podemos hacer para evitarlo, pero lo que sí podemos hacer es elegir cómo respondemos ante la cotidiana adversidad y, sobre todo, con qué pensamientos lo hacemos.
Imaginar es al mismo tiempo un don y una maldición. La imaginación crea mundos, pero también los destruye y qué impertinente resulta la imaginación cuando la adversidad se nos presenta sin previo aviso y empezamos, precisamente, a imaginar posibilidades y a crear conjeturas que nos arrebatan la posibilidad de vivir en paz. Cuando tenemos dificultades, qué fácil sería hablar, dialogar mansamente, para resolverlas, sin embargo, y por una cuestión ligada al miedo y al egoísmo, preferimos imaginar, sacar conjeturas a priori, lo cual, lejos de resolver el supuesto conflicto (pues muchos de nuestros problemas son inexistentes), lo termina agravando. Con respecto al riesgo de hacer conjeturas, el filósofo latino Marco Aurelio, habla así:
«No consumas tu vida haciendo conjeturas sobre otras personas, a menos que tu objetivo apunte a un bien común. Al imaginar qué hace tal persona, por qué, qué piensa y qué trama no sólo provocas tu aturdimiento, sino que te apartas de la observación de tu guía interior. Es importante que te acostumbres a pensar sólo en lo que es sencillo, bueno y propio de alguien que no se interesa por los placeres mundanos, y así cuando te pregunten ‘¿En qué piensas?’ puedas responder sin avergonzarte y demostrando que estás exento de toda codicia, envidia, recelo o pasión. Quien actúa de esta manera se pone al servicio de la divinidad que se asienta en su interior, lo cual le inmuniza contra los placeres, le hace invulnerable a todo dolor, intocable respecto a todo exceso e insensible a toda maldad. Preocuparse por nuestros semejantes es parte de la naturaleza humana, pero no debe tenerse en cuenta la opinión de todos, sino sólo la de aquellos que viven conforme al bien. No tomes en consideración los pensamientos de quienes no actúan conforme al bien, pues ni en su casa ni fuera de ella, ni en el día ni en la noche están satisfechos con ellos mismos.»
El apartamiento de nuestro guía interior ocurre cuando le damos al mundo exterior más atención de la que requiere. Indudablemente, no podemos vivir aisladamente, pero tampoco a merced de los pensamientos y comportamientos de los otros, principalmente cuando éstos viven sólo para conjeturar sobre los demás, es decir, para sembrar discordias por un exceso en el uso de la imaginación. Y es que cuántas veces no nos ha pasado que nos sentimos intranquilos porque no dejamos de imaginar lo que los demás podrían estar pensando de nosotros y así nos formulamos un sin fin de preguntas como: ‘¿Estará enojado conmigo?’, ‘¿Por qué no me habrá saludado?’, ‘¿Qué le hice para que me mirara de esa manera?’ Cuestionamientos como los anteriores y otros más son tan innecesarios como peligrosos por dos razones: la primera es que los pensamientos ajenos están fuera de nuestras posibilidades de control, por lo que no deberían de preocuparnos, son algo que sencillamente no nos compete. La segunda razón es que en ocasiones los problemas que nos invaden, y ya lo hemos dicho, son imaginarios, es decir, son problemas que únicamente existen en nuestra cabeza por un abuso de la imaginación. Como seres sociales, que buscan por sobre todas las cosas agradar a los demás, tenemos una tendencia, a veces enfermiza, a complacer a todos y cuando no lo conseguimos es cuando las dudas y los miedos nos asaltan, estallando en mil ideas en nuestra mente. Evitar hacer conjeturas con respecto a los demás es fundamental para no apartarnos de nuestro guía interior.
Pero no solamente cuando las circunstancias están en contra nuestra caemos en el abuso de la imaginación, sino que también lo hacemos cuando todo parece moverse a nuestro favor y aquí es en donde erramos al juzgar ligeramente las acciones de los demás sin detenernos a considerar la realidad que están viviendo. La imaginación es tramposa, pues cuando la realidad no nos favorece caemos en la trampa de la victimización, en aquella posición en la que asumimos que el mundo está mal y nosotros bien, pero cuando la realidad nos favorece, en lugar de mantenernos dentro de lo prudente solemos caer en el engaño que nos hace pensar que nosotros estamos bien y los demás, no. De alguna u otra manera movemos la imaginación siempre a nuestro favor, de ahí que la ansiedad y la depresión lleguen nos dominen fácilmente.
La vida es sumamente corta, no nos lo parece porque despertamos cada mañana, sin embargo, un día despertaremos enfermos o con la noticia de que alguien querido ha muerto y si el supremo bien que representa el tiempo lo hemos malgastado en problemas imaginarios, no podremos sentir nada más que no sea angustia y arrepentimiento. La imaginación es necesaria, pero al mismo tiempo imaginar es lo mismo que caminar descalzo sobre el filo de una espada, por lo que si queremos avanzar sin riesgos, lo mejor será no hacer conjeturas.
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