En memoria de María Eugenia Ocampo Martínez,
gran amiga, noble persona y ejemplar mujer
La vida es esfuerzo, dedicación, empeño. Vivir es sinónimo de esmero, de trabajo y de perseverancia. Nada nos es realmente regalado, pues siempre hay algo que se pide a cambio, por ejemplo: dinero, tiempo, sentimientos, ideas, etcétera. Tener un objetivo en la vida es fundamental para no detenerse y aunque de repente parezca que la existencia carece de sentido, plantearse una meta nos sirve para marcar, aunque sea temporalmente, una ruta en nuestro andar. La vida es esfuerzo, dedicación y empeño; es alegría y gozo; la vida es dar y recibir una y otra vez procurando ser un poco mejores en cada ocasión y a pesar de los infortunios; la vida es el más grande regalo que podemos recibir y es, por ende, el mayor bien del que nos pueden privar, y cuando eso pasa, cuando somos testigos de tal atrocidad, no podemos evitar preguntarnos: ¿con qué derecho alguien toma la vida ajena? ¿Para qué tanto esfuerzo, si se está a merced de los malvados? ¿Acaso la ceguera que la justicia ostenta, la ha hecho también paralítica?
Tocar el tema de la maldad es complejo, pues generalmente se tiene la idea de que la maldad, en términos sociales y en relación con el acto de tomar la vida ajena, nace en el sustrato social, es decir, en la base de la pirámide comunitaria, en los grupos de personas cuyo distintivo es la pobreza económica, y si bien es cierto que es en estos niveles sociales en donde la maldad podría manifestarse de formas más evidentes, no significa que sea ese su origen. La maldad, cuando se ve, cuando es evidente al escrutinio público, es imperfecta, es una maldad carente de destreza y es tan sólo un reflejo de la maldad original. Por otro lado, cuando la maldad se ejerce sin ser notada, cuando se extiende sutilmente y se presenta bajo el beneficio de la invisibilidad llegando a rincones impensados, cuando es perfecta en un sentido vicioso, es que podríamos afirmar que estamos no ante un reflejo, sino ante el origen de la maldad y éste, lejos de estar en los estratos más bajos de la sociedad, se halla en los más altos, en donde cantidades inimaginables de dinero (el becerro de oro, dios de todos los tiempos) circulan.
La élite social está compuesta por políticos y empresarios, y es este grupo el que determina las creencias, actividades, comportamientos, sentimientos y formas de ser de todos los individuos situados por debajo. Ellos, los de la élite, definen lo que es bueno y lo que es malo, lo que es permisible y lo que no, lo que debe cumplirse y lo que debe evitarse, sin embargo, estas reglas no son para ellos, sino sólo para la masa, para el colectivo del que también forma parte la clase adinerada que no está contemplada dentro de la élite. En este sentido es factible afirmar que existen dos países, dos realidades en una sola. Por un lado está el país de la élite, aquel en el que todo es lujo, en el que la ley es un adorno, en el que todo se despilfarra y en el que todo es negociable, todo tiene un precio, todo se puede comprar. Por otro lado, existe el país de todos nosotros, aquel que está sometido a la ley, a las instituciones, a los gobiernos. Nuestra realidad es la del esfuerzo, la del trabajo, la de la esperanza vana, la de las mentiras, la de las burlas. Nuestra realidad está conformada por instituciones a las que la élite (los autores de la maldad invisible) no se somete. La élite diseña nuestro sistema educativo, pero no se educa en nuestras escuelas; la élite determina nuestro sistema de salud, pero no se atiende en nuestros hospitales; la élite crea las leyes y genera las reglas del sistema económico, pero éstas son sólo para los de abajo, para los que el escritor Eduardo Galeano llama en uno de sus poemas ‘los nadies’; leamos sus versos:
«Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba. Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la Liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos: Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.»
La realidad, aquí abajo, es diferente que en el país de la élite, pues aquí no somos personas, sino cifras, recursos humanos, fuerza de trabajo que gasta sus energías esperando una promesa que jamás habrá de cumplirse. Los ‘nadies’, nosotros, somos lo que todos los días salen de sus casas para estudiar, trabajar o divertirse sin saber si regresaremos a salvo a casa debido a la maldad, que desde lo más alto, se disemina en nuestras calles a mayor velocidad debido a la inequidad social. La ignorancia va ganando terreno al tiempo que la bondad luce acorralada. «Pan y circo» para el pueblo, decía el poeta romano Juvenal hace dos mil años y la fórmula sigue vigente, ¿o es que acaso recibimos algo distinto por parte de la clase política?
Sueñan los ‘nadies’ con ser los ‘alguien’; sueñan con el día en el que la suerte (las migajas de la élite) rodará hasta sus mesas haciéndolos dichosos por un día; sueñan los ‘nadie’ con otro mundo, con uno en el que la violencia no sea el pan de cada día y la vida sea reconocida como el máximo bien. ¿Para qué esforzarse tanto, si de un momento a otro un ‘nadie’ puede terminar con nuestra existencia? La maldad se vive en carne propia aquí abajo, pero no es entre nosotros en donde nació, sino allá arriba. La maldad nos cambia la vida de un momento a otro, incluso nos la quita, y se nos intenta consolar diciéndonos que las instituciones están de nuestro lado, que se hará justicia, sin embargo, la justicia es un principio moral desconocido para la élite, para quienes han diseñado esta realidad en donde vale más una bala que la vida humana.
elmundoiluminado.com