Aprender a callar, ¿cómo hacerlo, si todo lo que nos rodea nos dice: “grita”? Estamos sobreestimulados por la publicidad, por los medios de comunicación, por los ingredientes de los alimentos procesados y por todo lo que nazca en la industria del entretenimiento. Pero lo anterior, no es azaroso, sino una estrategia de sometimiento social que favorece la multiplicación de individuos con graves enfermedades físicas (aún, los jóvenes), de individuos apáticos, de individuos crédulos, de individuos infantilizados y de individuos perezosos que son incapaces de valerse por sí mismos. El sometimiento no nos parece tal porque es invisible, pero, además, porque no sabemos callar, ignoramos el camino hacia el preciado silencio, tesoro que no sólo nos ayuda a percibir la realidad tal cual es, sino, además, a liberarnos de tal estado de esclavitud. Saber callar es una virtud de quien aspira a la sabiduría, mientras que vivir vociferando y complaciendo sin medida al cuerpo es propio de quien ha renunciado a su dignidad.
Aprender a callar no es sencillo, pues irónicamente implica que antes hayamos hablado mucho. Para llegar al estado ideal del silencio, pero, además, para poder valorar la experiencia del silencio es indispensable que antes todo haya sido ruido en nuestra vida. ¿Qué tipo de ruido? Por ejemplo; el de las reuniones sociales, el de los muchos libros leídos y el de las muchas películas vistas; el ruido que nace del ajetreo cotidiano cuando por la ciudad vamos de un punto a otro; el ruido que se nos implanta cuando, sin saber cómo, empezamos a competir con los demás; el ruido que nos llega del enojo, de la frustración y del cansancio; el ruido que aflora con la tristeza y las decepciones; el ruido del sinsentido que a veces nos parece la existencia; el ruido que no se acalla ni entrando al templo más silencioso que pueda haber; el ruido, en fin, que representa la misma condición humana de la que sólo la muerte habrá de librarnos.
Pero el silencio al que debemos aspirar no es cualquier silencio. No es el silencio que resulta del sometimiento, tampoco es el silencio que impone la fuerza y el castigo, mucho menos se trata del silencio que se acompaña del miedo, como tampoco del silencio envenenado de apatía e indiferencia. El silencio ideal es muy diferente a los anteriores, y es que si bien hay muchas maneras y razones para callar, no todas son iguales en sus alcances. Hay personas calladas que viven en silencio porque están tristes, mientras que otros callados deben su silencio a la impotencia o a las amenazas. Otros están callados porque se han dado cuenta de que así pueden escuchar mejor lo que el mundo tiene que decir, pero, además, lo que dentro de sí mismos resuena. Este último tipo de silencio es el adecuado para vivir, es el silencio filosófico.
La filosofía, dice un proverbio, es la madre de todas las ciencias, y a diferencia de las madres terribles, la filosofía es una madre buena, pues dota a sus hijas (las ciencias) de método y a sus nietos (nosotros) de conocimiento. La filosofía es la madre de las ciencias porque es gracias a ella que podemos construir los saberes con los que, sin notarlo, transitamos en el día a día. Todos pensamos, todo el tiempo lo hacemos, pues es imposible acallar la mente (los budistas son los más empecinados en hacerlo). Todos pensamos, pero esto no quiere decir que sepamos cómo pensar. Generalmente pensamos de la misma manera en que caminamos, respiramos, comemos y dormimos, es decir, sin orden, automáticamente. Aprender a pensar es fundamental porque con ello aprendemos a caminar, a respirar, a comer y a dormir, en pocas palabras, aprender a pensar detiene la vida automática que hasta ahora hemos llevado y por la que tantas desgracias tenemos. Aprender a pensar requiere de aprender a filosofar, y aprender a filosofar implica saber callar, pero, para ello, antes hay que hablar mucho, hay que pensar mal, hay que caminar, respirar, comer y dormir mal, pues sin caos es imposible que haya orden.
¿Pero es que, después de tantos siglos, la filosofía todavía tiene algo que decirnos? ¿Acaso, después de tantos y tan inmensos tratados aún es posible conocer algo más? La filósofa Angélica Sátiro responde con un rotundo sí en su Filosofía mínima, leamos unas líneas:
«Después de todo esto… decidí despejar, hacer higiene, quitar de saberes, de lecturas, de dudas, de convicciones… Filosofar es indagar con una tranquilidad inquieta. Filosofar es estar atento a lo que de verdad importa. Filosofar es abrir el pensamiento a un ejercicio continuo de interacción con uno mismo, con el otro y con el mundo. Filosofar es un ejercicio amoroso de libertad. Filosofar es cuando el pensamiento cruza sus propias fronteras, al pensar sobre sí mismo. Filosofar es un baile entre el caos de la experiencia orgánica y el rigor del concepto. Filosofar es aprender a disipar fantasmas y espejismos del lenguaje. El conocimiento es… Algo finito, frente al infinito desconocido».
Filosofía mínima es una obra de filosofía pensada para niños, pero que sin dudas meterá en aprietos a todos aquellos adultos que no saben callar. Angélica Sátiro no lo menciona, pero su Filosofía mínima da la impresión de que ella, como filósofa, se está acercando a la región del silencio, no por desprecio del mundo, sino, por todo lo contrario: por amor al mundo y al otro que lo habita, pues sólo desde la dimensión del silencio podemos escuchar al otro. La filosofía de Sátiro, en este sentido, es una filosofía del silencio y es también una filosofía de la poesía, pues sus ideas están escritas en verso, ¿y qué es la poesía sino el canto de lo inaudible?
El mundo es abundante en ruido debido a que pocos tienen interés en escuchar al otro. El ruido es egoísmo, mientras que el silencio es compromiso con uno mismo y con el otro. Aprender a callar implica tener primero una vida de estruendo, en este sentido la filosofía, como madre de las ciencias y de nosotros, se nos muestra generosa para iniciarnos en el sendero del conocimiento, el cual devendrá, irremediablemente en la contemplación del infinito desconocido.
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