La única corriente crítica de pensamiento latinoamericano con impacto global en el canon de las ciencias sociales se conoce como “teoría de la dependencia” o “crítica dependentista”. Emanada como crítica a las enseñanzas de los neoclásicos en economía política y su traducción en política económica en la posguerra en Sudamérica, logró sus máximos exponentes en los sesenta del siglo pasado entre exilios y repatriaciones. Al haber pasado algunos de ellos por México, impactó fuertemente la currícula en los setenta y contra ella es que se afirmaron posteriormente otras escuelas, que han hecho de la mímica y aplicación de modelos divorciados de la realidad una viciosa parodia. No pretendo resumir las premisas básicas o consideraciones generales de esta corriente crítica a la teoría económica ni las diferencias internas, menos aún exponer cuál es mi proclividad dentro de sus debates. Sí alertar el error que implica el haberla dado por “superada”, “muerta y enterrada” u “olvidada” una y mil veces desde fines de los ochenta en las aulas y seminarios de todo el espectro político-ideológico contemporáneo, en sistemas de educación públicos y privados por igual, de instituciones de masas o pequeñas escuelas en uno y otro, tanto confesionales como seculares. Al abandonarla es que se logró cercenar los vínculos entre economía y política para pensarlas no como esferas con relativa autonomía sino dimensiones entendibles por sí mismas.
La separación entre economía y política es sólo uno de los aspectos a resaltar, pero en las formas específicas de dependencia se generan procesos sociales que la ahondan y requieren dirimirse en guerras culturales. Huelga decir que son pocos los adultos responsables y sofisticados que nieguen la dependencia entre formaciones sociales o bloques mundiales, pero en franca condescendencia añaden el prefijo “inter” al termino. Con eso reconocen existe, al tiempo que plantean es una relación mutua, sin incriminarse en la oligofrenia que supondría decir son fuerzas de magnitudes equivalentes. Los procesos pueden ser de alcance global pero no se originan en todos lados por igual, tienen centros de emisión y se distribuyen con distintos grados de fricción por diferentes latitudes. Así, podemos ir de la economía a la política y de ahí a la cultura en un proceso social de sobredeterminación. No es sólo el gusto o preferencia por artículos de consumo, aunque ello sea sintomáticamente relevante. Es la misma concepción de los derechos en sujetos políticos deliberadamente diferenciados. Consideremos la velocidad que toma el replicar de campañas mediáticas que aspiran a la reivindicación que ocurren en la metrópoli y su adopción en las periferias.
Dos ejemplos; uno el lanzamiento de “poder prieto” (“marrón” en El Perú) por actores empleados y conocidos en el subdesarrollado “Star System” mexicano, otro la falsa polémica respecto a la gordura asexualizada en medios. En ninguno de los dos casos se trata de minorías estigmatizadas y discriminadas, aunque ese sea el guion que siguen. Y lo es porque ninguna de las ideas o reclamos es propia, simplemente regurgitan las consignas de “Black Lives Matter” (BLM) en primer término y “Body Positivity” por el otro. Se puede determinar con exactitud por semanas cuanto tomó la campaña de “Oscars So White” en el primer caso y de las portadas de la cantante Lizzo en el otro antes de que fuesen adoptadas por franquiciantes locales, produciéndolas como puestas en escena con numerosos errores de traducción. Al expresar esto no estoy diciendo que no sean problemas reales ni el racismo como la “Food Opression”, sí que al omitir su historia distorsionan los mismos términos del debate. Ni podemos hablar de racismo en términos de segregación porque esa responde, entre nosotros a términos de clase antes que fenotípicos por más que haya correlaciones imperfectas entre ellas, como tampoco puede decirse la talla/peso sea una elección sin atender a las condiciones de opresión conjugada. Lo que es más no se trata de problemas entre minorías históricamente sin representación; son la condición general de la mayoría empobrecida y bestializada por el consumo de dietas mórbidas tanto reales como imaginarias y simbólicas.
Al entendernos en términos originados y pensados para campañas publicitarias, estamos lisiando nuestra comprensión y capacidad de resolución. En los ejemplos arriba expuestos entiendo que el fin es agitar para sacar raja antes que ponerlos al centro del debate. Proveen escándalos y memes, chistes y devaluación, dándoles la razón a los mercadólogos detrás de ellas. No es menester aislacionismo ni nativismo ninguno, sí reconocer que son parte de los embates de esa misma relación de dependencia y subdesarrollo de las fuerzas productivas sin vanguardias culturales. Lograr la autosuficiencia alimentaria o autarquía política han sido quimeras propuestas y derrotadas por la realidad misma de la integración como forma específica de dependencia. Con ello quiero resaltar que el racismo y sexismo, así como los trastornos alimenticios, que incluyen a la obesidad por mala alimentación y dietas chatarras, requieren de la más seria atención. Exigen estudio y debate; de considerar los procesos generales en que son materia de explotación coyuntural, por un lado, entendimiento de las estructuras y movimientos que impiden resolverlos con campañas para profundizar sus contradicciones por el otro. Literalmente requiere reconozcamos la dependencia en términos político-culturales y cuáles son las formas específicas que la dirigen. Así es que podremos hacer política y producir cultura más allá de la mímica simiesca en que nos hemos enredado.