La enfermedad, la pobreza y la muerte son los más temidos males a que nos enfrentamos. El primero, porque nos priva de nuestra libertad; el segundo, porque nos limita en nuestro alcance material; y el tercero, porque nos confina a la desaparición y al olvido. Es en la infancia cuando nos enteramos de que estos tres males existen y de alguna manera es en esa misma etapa cuando aprendemos a hacerles frente, al menos así sucede con la enfermedad y la pobreza, pero no podemos decir lo mismo de la muerte, pues ésta, aunque existe, se nos presenta con menor frecuencia. Todos, desde niños, nos enfermamos, y todos, desde niños, nos enfrentamos a alguna carencia material que ni siquiera el capricho puede resolver, sin embargo, no todos los niños miran a la muerte a la cara, ya sea porque tienen la fortuna de que el hilo de vida en su entorno es más largo, o ya porque sus padres, queriendo hacerle un bien al niño, le esconden la existencia de la muerte, lo cual, invariablemente, terminará siendo un gran mal.
No hay día en el que la muerte no pase junto a nosotros, lo sabemos, pero preferimos disimular que ella no existe y por eso cuando las pérdidas humanas comienzan a manifestarse en nuestra familia y amigos un terrible dolor nos inunda. Insistimos en la muerte porque la enfermedad puede resolverse, con suerte, mediante medicamentos y la pobreza, posiblemente, con trabajo, pero para la muerte no hay más remedio que aceptarla, reconociendo que en esto nada podemos hacer. ¿Entonces, por qué si la muerte es inevitable, insistimos en evitarla? ¿No sería, acaso, mejor sentarnos a conversar con ella a fin de conocerla mejor? Y es que si la muerte se nos presenta como uno de los grandes males del mundo no es porque verdaderamente lo sea, sino porque esa es la manera en la que hemos decidido etiquetarla. La enfermedad, la pobreza y la muerte no son ni buenos ni malos en sí mismos, sino que son nuestros pensamientos los que le dan su respectivo valor, por lo que, si cambiamos nuestra manera de pensar, cambiaremos nuestra forma de entender al mundo. Así de sencillo y de difícil es. Todo es pensamiento.
¿Nuestro pensamiento, nuestra manera de “entender” al mundo, de dónde nos viene? En primer lugar, de la familia; en segundo, de las instituciones públicas (escuela, religión, gobierno); en tercero, de la sociedad. Nuestro pensamiento no es realmente nuestro, pues depende de la cultura en la que nacimos, es decir que la manera en que “razonamos” y actuamos está condicionada. La cultura nos da una identidad y con ésta viene un adoctrinamiento del que no somos conscientes. Pensamos que pensamos, pero, en realidad, tan sólo respondemos a estímulos culturales, somos como animales de circo saltando entre aros de fuego, caminando sobre giratorias esferas, columpiándonos sobre un abismo sin red. ¿Queremos razonar con libertad? Entonces rompamos con la familia, con las instituciones y con la sociedad.
Lo que nos perturba no son las cosas, las situaciones ni las personas, sino las opiniones que de las cosas, las situaciones y las personas tenemos. Liberémonos de las opiniones y desaparecerá la perturbación. La enfermedad, la pobreza y la muerte son dañinas sólo porque nosotros nos hemos hecho una opinión dañina de ellas y no porque en esencia así sean, esto lo explica con suma elocuencia el filósofo griego Epicteto, quien en el siglo I, y a pesar de ser un esclavo, escribió una obra llamada ‘Enquiridión’, de la que podemos rescatar lo siguiente: «Unas cosas dependen de nosotros y otras no. Las primeras son libres, las segundas, esclavas. Si rechazas la enfermedad, la muerte o la pobreza serás desdichado, pues sólo podemos rechazar lo que depende de nosotros. Desear lo que no depende de nosotros produce infortunio. Si besas a quien amas, di que besas a un ser humano y no te perturbarás cuando muera. La muerte no es terrible, lo es nuestra opinión de la muerte. No echemos la culpa al otro, sino a nuestras opiniones. No digas nunca respecto a nada “Lo perdí”, sino “Lo devolví”. ¿Murió quien amas? Ha sido devuelto. Si quieres que quienes estimas vivan para siempre eres tonto, pues quieres que dependa de ti lo que no depende de ti y que lo ajeno sea tuyo.»
Estas no son todas las ideas del ‘Enquiridión’, sino tan sólo una muestra. Epicteto es representante de una escuela filosófica llamada estoicismo, cuya propuesta es que a pesar de los males de la vida, es posible alcanzar una existencia plena, y para ello nos da lecciones útiles para el día a día. De alguna manera, el estoicismo es el antecedente filosófico de lo que hoy conocemos como “literatura de superación personal”, sin embargo, hay una principal diferencia y es que el estoicismo prepara a sus adeptos para enfrentar la desdicha con dignidad, mientras que la superación personal engaña a sus lectores con la promesa de que toda dificultad tiene solución, lo cual no es así, pues, como ya leímos, hay cosas que dependen de nosotros y otras que no, siendo éstas últimas la mayoría de las que hallamos en nuestro día a día.
Cuando nosotros adquirimos un producto sofisticado como puede ser un automóvil, una computadora o un electrodoméstico es común que éste se acompañe de un manual que contiene las indicaciones de uso, cierto es que la mayoría de las personas omiten la lectura del mismo, a pesar de estar recomendada ésta para garantizar el empleo adecuado del producto. La vida es mucho más sofisticada que cualquier producto que podamos comprar y, a pesar de ello, carece de algún instructivo. Llegamos a la vida sin pedirlo y se nos obliga a vivirla sin darnos ninguna pista de nada, tan sólo una mala educación que en su mayoría es adoctrinamiento puro, quizás por esto sea que el otro nombre con el que se le conoce al “Enquiridión” de Epicteto sea el de “Manual de vida”. Cierto es que este manual filosófico no resolverá por completo los males que de nuestras opiniones puedan resultar, pero vale la pena detener la vida un momento, tomar el manual de vida y hacer caso por vez primera a la leyenda que reza “Léase antes de usarse”.
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